El día que entré a un cine porno
¡Espera! Le dije como si lo que estábamos por hacer fuera
a poner en riesgo nuestras vidas. ¿Estás segura de que deseas hacer esto? Aún
podemos dar la vuelta y pensar en otras opciones.
Mientras esperaba su respuesta, dos hombres de edad
avanzada con trajes de paño que daban evidencia
del largo uso al que habían sido expuestos, pasaron junto a mí tratando
de ocultar sus rostros e hicieron algún comentario que no escuché, o que,
francamente, fingí no haberlo hecho.
Me parece algo muy extraño, pero definitivamente quiero
saber cómo es, entremos, dijo ella.
Ingresamos al lugar un poco dubitativos, expectantes,
desconfiados, por todo lado era posible ver cuadros que representan imágenes
sexuales, mujeres en posiciones tentadoras y llamativas. Aquel que conozca bien
la risa nerviosa que brota de las personas en momentos poco cómodos, sabrá
exactamente de qué manera nos mirábamos y sonreíamos. Nos dirigimos al fondo
del pasillo, lugar donde se encuentra la taquilla, preguntamos por la siguiente
función y pagamos dos boletas, caminamos hacia la sala en la cual se
proyectaría la función y entramos.
¿Han hecho el ejercicio de imaginar una sala de cine y
cada una de las cosas que la compone? ¿Recuerdan las pantallas grandes que
permiten una excelente imagen, acompañadas de un gran sonido, el suculento olor
a palomitas de maíz bañadas en mantequilla, los perros calientes, los dulces,
las gaseosas, los nachos que se untan en el exquisito queso derretido; la
tranquilidad de poder sentarse en una silla limpia y cómoda, y la seguridad de
sentarse junto a alguien desconocido?
Todo, y me permito enfatizar en ello, absolutamente todo
en este lugar, resultaba la antítesis de lo anterior, la contradicción más
profunda. Recordé incluso aquellas noticias que publicaban los periódicos
amarillistas acerca de las agujas infectadas de sida que ponían algunas
personas en las salas de cine xxx, razón por la cual, preferimos hacernos hacia
un costado de la sala y permanecer de pie.
No duramos mucho tiempo en la función, las imágenes que
empezamos a ver, no precisamente en la pantalla de la sala, sino en las sillas
hacia las que se dirigían ahora nuestras miradas y pensamientos, nos hicieron
tomar la decisión de salir de allí.
Los dos hombres que habían entrado al teatro poco antes
que nosotros, empezaron a masturbarse mutuamente mientras se besaban. Arriba,
una mujer que se encontraba acompañada, se arrodillo y empezó a darle sexo oral
a su compañero; yo, por mi parte, quise disimular un poco la inexperiencia y
sin pedir permiso toqué la cola de mi amiga y la besé.
¿Qué haces? Preguntó, un poco exaltada y molesta.
Me camuflo, le dije. Parece que la están pasando bien. Nos
reímos y seguimos besándonos. Aprovecho la oportunidad para decir que siempre había
querido besarla y curiosamente, la situación y el lugar, me permitieron
hacerlo.
Mientras la función continuaba, lo que sucedía ante nuestros
ojos fue siendo cada vez menos soportable. Los nervios, el miedo, y lo
impactantes que resultaban las imágenes que veíamos, superaron por mucho la
valentía que con tanto esfuerzo habíamos reunido para entrar. Nos fuimos de
ahí.
Ya afuera dejamos que la tranquilidad nos invadiera, y
como si nuestra experiencia se hubiese dado en una función de humor, empezamos
a reírnos sin pausa. Unos minutos después tomamos un taxi y nos alejamos de uno
de los pocos teatros eróticos que aún sobreviven en Bogotá.